Notas que, como naranjas
desgajándose, caen sobre la sala como cobre desparramándose en
cascadas. Sonidos que vibran, con algunos fallos, llegada la gélida
noche. Los llantos y quejidos de las cuerdas reverberadas por maderas
más o menos nobles entran en resonancia con ecos de llamadas
infantiles a la protección. Ecos imperceptibles y graves escuchados
de lejos y que hacen vibrar una tela de araña. Recovecos de cuerdas
que chillan, tiritando de frío, que ahuyentan los siniestros y
crueles susurros rebotando en la cercanía de los muros. Y un lamento
por un hijo perdiéndose en su propia pérdida.
Sí, te fuiste, y lo mejor
de todo es que formabas parte del grupo “intermedio”. Es decir,
no estabas preparado para ser el rey, y te creíste un dios cuando
empezaste a pensar en condiciones. Y como tal, te olvidaste de mí. Y
aquí estoy, tocando un viejo instrumento musical creado por ti,
sabiendo que pocos de tus retoños son los que vuelven a mí. Aunque
todos vuelven tarde o temprano, les guste o no. Ahora no pides, pues
sabes que soy tu madre y claro, me cuesta decirte que no. Eres como
un niño siempre rebelde, caprichoso e insolente que se acuerda de mí
sólo cuando la burbuja explota.
Pero te quiero, como a todos
mis hijos, incluyendo a los que se fueron antes de ti o mientras tú
todavía no eras consciente de tu propia existencia.
Es tal el amor de una madre
a un hijo que aquí estoy, rasgueando esta vieja guitarra, esperando
a que vuelvas a mí para acostarte y hacer que duermas en un sueño
lleno de estrellas y sueños lúcidos. La cena conmigo nunca se
enfriará. Eso es algo que ahora mismo lo puedes dar por sabido.
Aunque no lo quieras saber.
Feliz día del hijo.
Gaia.
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