Imagínate un circo glacial,
consejos de atemporales reyes con níveas coronas y cálidos mantos
de esmeraldas y ocres. En ese circo glacial hay muros de piedra y
hielo, tan altos que desafían al sol, y a la luna y a las estrellas.
Es una visión sobrecogedora y aterradora, pues algo protegen esas
rocas.
Y hay muchos portones y
puestos de guardia, y terribles máquinas bélicas yacen en medio de
la explanada, trastos oxidados, y cubiertos de telarañas. Ese portón
está desvencijado ya pero si cruzas el umbral, da paso a una
polvorienta llanura, pues no se ve el sol, ni la luna, ni las
estrellas. Pues por la noche la niebla sube, y crea una sensación
gélida, aterradora y asfixiante, y los espectros de los acabados
quiebran la eterna quietud que asola esas tierras.
Y a veces, si conservas la
suficiente fuerza de voluntad, divisas una diminuta cabaña de
madera. Parece como si se la llevase el viento, pues aparenta
fragilidad. Empujas con el hombro la puerta y está todo como si
hubiese vivido alguien ayer, pero hay una más que perceptible capa
de polvo que cubre todos y cada uno de los muebles. La copa que hay
en la mesa está blanquecina por la cal y el tiempo. El plato que
está al lado tiene unos fragmentos arrugados, que se convierten en
nada al respirar cerca de ellos.
Pero hay “algo”, que no
se puede explicar, algo que vive dentro de una habitación cerrada y
encadenada, pues una cegadora luz y un calor infinito surge de esa
sala cerrada. Un susurro con un nombre imaginativo, imperceptible,
demasiado real como para ser un fantasma. Y cuando te acercas a la
clausura los pies dejan un restallar de crujidos, adamantinos y
argentinos cuando el viento hace tintinear las cadenas en el vacío
eterno de esa noche que no acaba nunca.
Y te das media vuelta,
sobrecogido, aterrado por semejante belleza, y cuando pasas, huyendo,
por debajo de aquéllos fríos y altos muros piensas si esa
protección que está a su alrededor está para proteger a lo de
dentro de lo que has visto...
O a lo de fuera.
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